MADRE E HIJO (Mat’i syn). Alemania/Rusia 1996. Director: Alexander Sokurov. Guión: Yuri Arabov. Fotografía: Alexei Fyodorov. Música: Giuseppe Verdi. Elenco: Gudrun Geyer, Alexei Ananishmov.
Publicado originalmente el 9/4/1998.
Sí, de acuerdo, “no pasa nada”. Una madre agoniza, su hijo la cuida, la alimenta, le lee viejas postales, la saca en brazos a un último paseo por el campo, cargándola a través del paisaje arquetípico que rodea la aislada cabaña en que viven. Todo se desarrolla en un tono moroso y pausado, con una acción reducida al mínimo, poco diálogo, y una concentración del asunto en apenas setenta y tres intensos minutos cuando un largometraje “promedio” suele durar dos horas y generalmente le sobra media.
Ya se ha dicho que ese trámite semeja un Via Crucis, o más específicamente una Pietá invertida, en la que es la madre quién protagoniza la Pasión y el hijo quién mitiga su dolor e imparte el consuelo. Pero si la austeridad y el gesto de aferrarse a lo esencial hacen el estilo mismo del director Sokurov, hay que señalar también su instinto para el uso de la luz y el color, su rigor en la composición del cuadro, su sentido de la naturaleza y la atmósfera.
El cineasta ha proclamado su admiración por los paisajistas y los retratistas rusos del siglo XIX (y también por la obra visionaria de Caspar David Friedrich), y cabe entender que su suntuosidad pictórica es igualmente una forma de conectarse con una tradición de cultura clásica que en Rusia sigue importando aunque en otros lados parece estarse perdiendo. Se sabe que el director llevó a su fotógrafo Fyodorov a una recorrida por museos rusos para mostrarle lo que quería en materia de imagen, y el hombre entendió: su empleo de fondos dibujados y su deformación del cuadro a través de tomas con el lente anamórfico que luego el film recupera a través de una proyección “normal” revelan a un maestro en lo suyo.
Hay por lo menos una virtud adicional en Madre e hijo: el manejo de una banda sonora que apela a los sonidos de la naturaleza para enmarcar la acción y enriquecerla con la idea de una vida que sigue mientras uno de los protagonistas se aproxima a la muerte. El canto de las aves, el retumbar del trueno que anuncia la cercanía de una tormenta, el zumbido de invisibles insectos, el lamento del tren que sugiere una idea de fuga y lejanía, quizá de retorno a esa sociedad de los hombres a la que Sokurov da aquí la espalda para ocuparse únicamente de los elementos universales de la condición humana, integran esa herramienta expresiva. La música clásica irrumpe de pronto, modulando o matizando una emoción. El diálogo mismo resulta a menudo ininteligible, e importa como sonido, no por su contenido intelectual. Pocas veces el Dolby (procedimiento que Sokurov emplea aquí por primera vez) ha sido utilizado con tanta creatividad.
Es inevitable pensar en Tarkovski ante la obra de este cineasta con un ojo para el paisaje que incursiona en algunas experiencias extremas. Las diferencias de enfoque son sin embargo evidentes. Si por un lado Sokurov exuda una melancolía y una espiritualidad muy rusas que lo vinculan con el autor de Solaris, Stalker y El sacrificio (que fue su mentor y amigo), y ciertamente se detecta algo o mucho de “tarkovskiano”) en su integración de personajes y naturaleza, por otro puede sospechársele un escepticismo con respecto a lo sobrenatural que seguramente Tarkovski no hubiera compartido: la línea de diálogo que afirma que “allá arriba no hay nada” es muy definitoria, y sugiere que para el realizador y su libretista Arabov el destino del hombre se resuelve en esta vida, sin otras respuestas que las débiles pero también entrañables de la comunicación humana, los afectos, el amor. El hijo da a su madre lo único que tiene (alimentos, recuerdos, una última visión del mundo) y allí encuentra una justificación para su existencia. Qué trivial parece, por comparación, casi todo el resto del cine.
Hace más de 68 años que veo películas, escribo sobre ellas hace más de 50.