RAPSODIA EN AGOSTO (Hachigatsu no Rapusodi). Japón 1991. Director: Akira Kurosawa. Guión: Akira Kurosawa, sobre novela de Kiyoko Murata. Fotografía: Takao Saito, Masaharu Ueda. Música: Sinichiro Ikede, sobre temas de Schubert y Vivaldi. Productor: Hisao Kurosawa. Elenco: Sachiko Murase, Richard Gere, Isashi Igawa, Narumi Kayashima, Tomoko Ohtakara.
Publicada originalmente el 17/8/1992.
Hay que ser viejo y sabio para hacer una película como esta. La apariencia es sin embargo muy sencilla: en tiempo contemporáneo, la familia japonesa averigua la existencia de un pariente que emigró a Hawai varias décadas atrás, hizo fortuna, se convirtió en ciudadano norteamericano y se casó con una mujer blanca que le dio un hijo (Rechard Gere, nada menos). Tras varios intercambios epistolares, la inminencia de la visita de Gere a Japón genera algunas expectativas y varias tensiones. Para la abuela, el descubrimiento de que tiene un hermano vivo al que nunca conoció constituye el inicio de un doloroso retorno al pasado, la evocación de otros familiares muertos y en especial del día crucial que terminó con la vida de varios de ellos: el estallido de la bomba atómica sobre Nagasaki, el 9 de agosto de 1945. Para los nietos se trata de otro descubrimiento: el de la supervivencia de los recuerdos de ese espanto mayor del que los japoneses de hoy prefieren hablar lo menos posibles tal vez pensando (como los padres de los muchachos en la película) que es de mal gusto mencionar ciertas cosas a sus socios anglosajones.
El primer gran acierto de la película es que su horror nunca es físico: no hay imágenes de la destrucción, no hay flashbacks que visualicen la agonía de una ciudad condenada. Como en Shoah de Claude Lanz Mann, una película sobre los campos de exterminio que omitía los campos de exterminio, los temas de Rapsodia en agosto son la memoria real y el olvido aparente: basta un detonante exterior, en este caso la presencia de Gere, para que el recuerdo vuelva a surgir con un trazo estremecedor e indeleble.
El sentido pacifista y la dolorida constancia acerca del sufrimiento humano han sido rasgos persistentes en la carrera de Kurosawa, y no debe sorprender que se reiteren aquí. Es más novedoso en todo caso en Kurosawa el tema de las relaciones nipo-norteamericanas, donde se deslizan algunos reproches pero se privilegia la reconciliación: al cineasta le importa menos la acusación retrospectiva (no hay ninguna referencia a las causas de la guerra) que el deseo de que el horror no se repita, y tiene el buen criterio de no hacer del visitante Gere un extraño incomprensivo sino un individuo afectuoso y sinceramente empeñado en entender o imaginar lo que sucedió. El mensaje es quizá un poco obvio (aunque la película es bastante menos que la inmediatamente anterior de Kurosawa, Los sueños), pero los mas importante esta dicho en silencio. Un momento aparentemente secundario pero profundamente revelador reúne a la abuela con otra amiga anciana que le hace compañía sin hablar, quizá porque no hace falta: ambas comparten los mismos recuerdos.
Al igual que la última etapa de su admirado John Ford, realizador con el que tiene más de un punto de contacto, el último cine de Kurosawa pareció haber dejado atrás los empujes épicos de otro tiempo para optar por la vía de una tranquila contemplación, donde la cámara suele permanecer quieta, a cierta distancia de los personajes: el procedimiento integra una tradición cinematográfica muy japonesa (Mizoguchi, Ozu) y no debe sorprender que el cineasta se pliegue a ella a pesar de las habituales acusaciones de “occidentalismo” que sus compatriotas suelen dirigirle. Que se trata de una deliberada opción estética y no de falta de inspiración o de entusiasmo lo prueba el hecho de que cuando lo necesita Kurosawa rompe con esa impasibilidad: su película sabe crecer imperceptiblemente a través de un anecdotario menudo (conversaciones con la abuela o entre los nietos, un par de visitas a Nagasaki) y una hábil selección de detalles (un ceremonial recordatorio, la mano que lustra una placa que evoca la hecatombe) hasta el inolvidable ramalazo de poesía de sus últimos tramos. Allí, el lento recorrido por los laberintos del recuerdo emprendido por la abuela llega a su fin, una tormenta en tiempo presente parafrasea la explosión atómica del pasado, nubes amenazadoras se arremolinan en imágenes de exquisita composición plástica. Para entonces la cámara se ha desembarazado de toda parálisis, un dinámico montaje de atracciones aproxima a varios personajes, y la patética figura de la anciana enfrentando a una naturaleza desencadenada mientras enarbola un frágil paraguas se convierte en símbolo de la humanidad doliente.
Hace más de 68 años que veo películas, escribo sobre ellas hace más de 50.